Hace cuatro mil millones de años la Tierra era una bola
incandescente con la superficie apenas cubierta por una leve
costra continuamente destrozada por la frecuente caída de los
meteoritos que en aquella época aún poblaban el sistema solar.
Ninguna forma de vida actual hubiera sido capaz de sobrevivir
en su superficie, pero en aquel caos continuo provocado por
constantes erupciones volcánicas, geíseres y bombardeo de
meteoritos y rayos cósmicos, se encontraban presentes todos los
elementos necesarios para la vida.
En los lugares donde la corteza terrestre había tenido tiempo
de solidificarse y enfriarse algo se podían llegar a producir
precipitaciones de lluvia formando charcas y lagos de un líquido
que no era agua precisamente, sino una mezcla de agua, amoníaco,
metano, ácidos y sales en suspensión. Más adelante se unieron
a esta atmósfera gases como monóxido y dióxido de carbono y
nitrógeno.
Todo ello, con el continuo aporte de energía por parte del
sol y la temperatura interna del planeta, producía reacciones químicas
que generaban moléculas de un cierto grado de complejidad como
formaldehido, ácido prúsico, glicinas y alcoholes. También se
formaban otras muchas substancias complejas pero en mucha menor
proporción, y con el tiempo la atmósfera primitiva contuvo
ingentes cantidades de moléculas complejas.
Poco después ya no teníamos un caldo de átomos, sino un
caldo de moléculas de bastante complejidad. Los sucesivos
hervores, las erupciones volcánicas, las descargas eléctricas
de los rayos bombardeando ese caldo de moléculas hizo que de vez
en cuando muchas de estas moléculas fueran destruidas pero también
hizo que se formaran, por azar, algunas moléculas más complejas.
El azar producía nuevas moléculas, millones de combinaciones
cada día en todo el planeta, las moléculas más inestables eran
destruidas con rapidez, las más estables perduraban por más
tiempo, las más simples eran usadas en nuevos experimentos, uno
tras otro, día tras día, año tras año, milenio tras milenio.